Mordred Pendragón, Señor de Tintagel

 
 
 

 Apenas se ha alzado el sol por encima de los montes Tauros cuando el joven Ruddkortz entra en mi tienda para despertarme. Farfulla algo sobre patrullas y algo que se acerca. Apenas puedo creerme que hayan pasado cuatro horas desde el segundo turno de guardia. Mientras me acabo de despertar la tienda empieza a llenarse de gente, la mayoría ataviados para una batalla. Poco a poco mi embotada mente al contacto de mi rostro con el agua fría de la jofaina va saliendo de su letargo. Es verdad… estamos en guerra.

Levanto los brazos y algunos pajes comienzan a vestirme las pesadas piezas de acero negro, aún están frescas y agradezco su contacto. Al bajarlos una sirviente me ofrece un bocado de miel, leche, huevos y vino, los griegos lo llaman “el bocado de Nestor”. Mientras desayuno sigo escuchando atentamente. ¿A media hora de camino?, eso nos deja tiempo de sobra para prepararnos. Alzo primero una pierna y luego la otra, paso el último bocado y una palmada en mi espalda me indica que mi armadura está perfectamente ajustada. Requiero el yelmo y lo coloco abierto sobre mi cabeza, moviéndolo hasta acomodarlo. Por último mientras me abrochan la capa ciño mi espada al cinturón y salgo de la tienda.
 
Anatolia.Vergel lleno de vida, ricas haciendas, buenas tierras, fragantes prados, exóticas mujeres. Mentira. Jamás en mi vida he visto una tierra más áspera que esta…montañas peladas, ríos que más bien parecen torrentes, de habitantes hostiles pese a que en teoría combaten para su emperador… Pero por supuesto, el Basilio de Constantinopla vive a muchas leguas de allí, rodeado de su guardia varega y ajeno a todo lo que ocurra más allá de sus murallas triples. Por un momento comparo la suntuosidad de la capital del imperio con el aspecto destartalado que ofrece el campamento transitorio, los suelos de mármol con la tierra seca y polvorienta, el fragante aroma de miles de perfumes con el hedor de las letrinas.

Ese instante de comparación mientras camino hacia Vendaval hace que me pregunte una vez más qué hago lejos de casa, lejos de Cornualles y de Tintagel… Añoro sus altos acantilados y el rugir del mar bajo sus muros, el contraste de las blancas paredes calizas con el verde de sus prados y bosques. Quizás vaya siendo hora de regresar… tal vez con el final del verano…

El relincho de Vendaval me devuelve a la realidad. Le palmeo el poderoso cuello y me alzo por encima de la silla primorosamente decorada, regalo del Basilio, y dejo caer mi peso sobre el bruto. Miro a mi alrededor, las secciones ya están formadas o en camino de hacerlo y comienzan a salir del campamento, algo más de dos millares de hombres me siguieron en esta loca aventura en busca de fama y fortuna y allí están, tras tres años de penurias en esa tierra ingrata por una soldada que llega tarde y mal pero no es sólo el oro lo que les mantiene a mi lado, la gran mayoría son jóvenes nobles, segundos y terceros hijos que cuya única herencia tendrían su caballo y sus armas. Yo les ofrezco la posibilidad de la gloria y la fama y un posible medro que no tendrían en sus casas.

Soy el último en salir del campamento, querían tomarnos por sorpresa pero la sorpresa se la llevarán ellos, los turcos… atezados, de largos bigotes y los mejores jinetes que haya visto nunca, capaces de disparar flechas a caballo y acertar a más de cien pies de distancia, pero tras unos primeros reveses, les hemos cogido la medida. Mientras cabalgo y doy las últimas instrucciones a los jefes de sección empiezo a oírles aullando por la entrada del valle que da al campamento fortificado. Me reúno con mi escuadrón personal, compañeros y amigos de otras guerras, unidos a mi por lazos personales de amistad y lealtad. Antes de bajarme la visera que representa el rostro de un dragón miro al joven Ruddkortz, recién ascendido a mi portaestandarte y pronuncio las tres palabras que se que encenderán su corazón y recorrerán como el fuego griego las filas de mis caballeros.

Volvemos a casa…

Sólo tengo que esperar unos segundos a que el clamor se extienda, a que la noticia vuele hasta la otra punta de la línea. Es en ese instante cuando ordeno la carga. Mientras el mundo tiembla a mi alrededor fruto de más de mil caballos galopando al unísono y sorprendiendo a las filas turcas no puedo evitar estremecerme cuando el último eco se extingue “… a casa…”
 
 
(Relato escrito por Mordred Pendragón)






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