Signhild Ivardóttir, Seikona



La noche se cernía , cerrada ,sobre la isla de Björkö y la argéntea luna llena creaba sombras fantasmagóricas que merodeaban acechantes en los bosques y hogares de aquella pequeña región de Uppland, salpicada ahora por la nieve que caía silenciosa comenzando a formar un manto blanco sobre todas las cosas.
Halla, la esposa de Ivar, Jarl de Björkö, aferrada a la silla de partos tomaba un momento de aliento entre contracción y contracción mientras el sudor perlaba su frente y sus cabellos rubios se pegaban a su rostro. De nuevo ese dolor inhumano que se le agarraba a los riñones como si quisiera arrancarlos de su sitio, sólo duraba unos minutos pero era tan intenso que por momentos le hacía desear perder el conocimiento. Ya había pasado por aquello mismo en otras cuatro ocasiones pero este alumbramiento fruto de un embarazo inesperado estaba siendo especialmente difícil.
Contrajo el abdomen, sólo de esa manera lograba librarse de aquel suplicio. Los espasmos de su útero eran cada vez más frecuentes, ya no había duda de que el momento había llegado y de que la criatura que albergaba en su seno desde hacia nueve meses pugnaba por abrirse camino hacia la gélida noche invernal.

-
No, no, Jarlinne, no empujéis - la vieja seiðkona, curtida en cientos de alumbramientos sabía que algo no iba bien pero la exhausta madre, que llevaba de parto desde primeras horas del alba y que aguantaba ya a duras penas los dolores, no facilitaba la labor de la partera en demasía.

El rostro de aquel pequeño ser que apenas si había asomado su cabecita a este mundo empezaba a tomar tintes violáceos cuando un graznido que provenía de la ventana pareció sacar a la partera de sus pensamientos de nefasta elección entre salvar la vida de la madre o la de la criatura.
En el alfeizar de piedra ahora cubierto por la nieve, reluciendo sus plumas negras con un brillo azulado a la luz de la luna, se había posado un cuervo que tras aletear con brío había replegado sus majestuosas alas y contemplaba a la seiðkona con sus inteligentes ojos negros.

- Un auspicio… - susurró la anciana para sí cruzando su mirada celeste con los pozos insondables que eran los ojos del córvido, y entonces las imágenes acudieron a su mente como palabras silenciosas; ahora sabía lo que tenía que hacer.

Levantándose hasta los codos las mangas de la camisola azul que vestía llevó las expertas manos hasta la cabeza del bebé y las introdujo dentro de la madre mientras que con voz severa al notar la presión que ella ejercía para expulsar al neonato dijo…

- Halla, si continuáis empujando ni vos ni vuestro hijo veréis la luz de un nuevo día.

La Jarlinne entonces, mordiéndose el labio inferior hasta hacerlo sangrar y haciendo acopio del poco valor que los dolores le consentían ya permitirse, aguantó el mortificante tormento que le sacudía todo el cuerpo al tiempo que la seiðkona palpaba el cuello de la criatura, donde el cordón que le había otorgado la vida durante nueve lunas nuevas amenazaba ahora con arrebatársela.

El cuervo, hierático como una estatua, contemplaba la escena como si el tiempo a su alrededor se hubiera detenido, y cuando finalmente la partera logró desasir el cordón del cuello del bebé y traerlo de vuelta a la vida, con un nuevo graznido comenzó a picar rítmicamente sobre la nieve.

- Ya está, pequeña, ya está… Tal como os predije, Jarlinne, es una hembra – dijo la anciana tras cortar el cordón y comprobar que la madre se encontraba bien, dejando que la naturaleza siguiera su curso y que la parturienta se tomara su tiempo para que su cuerpo expulsara la placenta.

Envolvió a la criatura en un manto y después de mostrársela brevemente a su madre caminó hacia la ventana, Halla no puso objeción alguna pues entre el delirio de sus dolores había escuchado el graznido del cuervo y sabía lo que eso significaba.

La seiðkona, tras limpiar con un lienzo de tela el rostro y los rubios cabellos de la niña, abrió ligeramente el manto y dejó que el ave la contemplara con detenimiento unos instantes para después echar a volar en silencio perdiéndose en la oscuridad nocturna.

La seiðkona bajó entonces la mirada hacia donde el animal había estado picoteando y halló, dibujadas sobre la nieve, las runas de Perth y Tyr, y entre ambas, contrastando su brillo oscuro con la lividez de la nevisca, una de las plumas del cuervo.

- Freyja lyser starkt i lilla (Freyja brilla con fuerza en la pequeña) – sonrió complacida volviendo la mirada celeste hacia la niña mientras tomaba la pluma del alfeizar y la colocaba dentro del manto, sobre la pálida piel de la criatura.
(Escrito por Signhild Ivardattir, Seikona)









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